sábado, 24 de julio de 2010

El culo del cigarrillo

“No hay peces en aquel arroyo,
ni ermitaños en esos montes, sólo nosotros,
con los ojos legañosos y con resaca
como viejos vagabundos a la orilla del río,
cansados y malévolos.”
Allen Ginsberg

Con las pendientes destrozadas y la velocidad irrigada comienzo a intentar dilucidar esta extraña fruición que carcome al ente carcomido por su meta-angustia donde miríadas de duraznos enardecen a los pétalos insulsos e incoloros como permaneciendo en un profundo aleteo de insectos voraces que deshilvanan y deshilvanan recordar no es embarazoso es ulterior sólo si recuerdas mínimamente las turbadas luces de la última noche muy poco perfumadas por fortuna antes eran los halcones muertos antes era el tocadiscos giratorio el horno giratorio las canéforas entraban sonrientes en fila al receptáculo del estupor tras millas de viaje transpolar como cuando vamos al árbol de la asincronía a desternillar perejiles en las velas incendiadas de las siete pm la hora en que Fanny le pintaba las uñas a su chico de turno con la lengua de Dada y luego se convertía en una ruleta calva poseedora de pródigos lupanares en su pulmón izquierdo empiezas a cansarte calma ten calma un poco al menos porque el tren ha andado por todos lados sin un riel sin un cauce tan sólo un hematoma teledirigido que divaga por los intersticios de las lunas que se tumban a dormir en los tiernos sexos de las piedras cohabitando un espacio vacío por inherencia ven mi turbulencia esta es la primera vez que me dices te odio y me besas como en un secuestro labial las dunas tienen sustancias imprecisas con manos tibetanas que arañan a las espátulas opresoras toma esto lo siento pero aquello no es para ti corta la mufa es más funcional no hacerlo el confundido bailarín asiste a su primera audición pero la prueba consiste en bailar una cueca al lado de Lemebel el bailarín teme ser deshonesto y dimite de la audición las neuronas de Lemebel dejaron caer su sólido y aplastante mármol con satín y tacones que pisan más fuerte que una palabra monárquica ah por allí te veo dando saltos sobre un telón al que prendiste fuego por aquí te veo rociando tu saliva yo bañándome con tu sangre saboreando un raro e indeterminado elíxir asesinando a los compases merodeando por tu bosque cefálico muevo las ramas exhalo las bocanadas de un sentir vitriólico no me pidas el vuelco espera que el matiz dispare las púas necesarias las espirales en implosión quiero ver a los cristales arrastrándose y tomar una cena con tus miradas como guillotinas miles de celdas unas oblicuas introspecciones siempre desarman el devenir yo desarmo tú desarmas ven vamos juntos a defenestrar al sol y a toda la basura llamada universo vamos a correr pero arranquémonos las piernas primero así las arenas movedizas sólo tragarán sus tarjetas de crédito y sus cuentas bancarias que podrían empapelar entero al Taj Mahal qué tedio ellas fumaron sus imperfecciones y creyeron en Barthes pero Artaud sostiene diálogos a perpetuidad con mis córneas su estruendo de palabras malditas inconmensurables disecadoras montadas en pináculos que no paran de propagarse quiero fumarte completamente mi loco corazón que brillas sin luz suministrada sólo fulgor natural quiero que rayes la tierra con un báculo para pudrir a los repugnantes comandantes del circo atroz planetario como un tigre partido en dos quiero que el desencanto beba un par de martinis con nosotros y que después se envuelva con cinco sábanas negras acuérdate probablemente todo estallará en segundos la espuma dilatada las cuencas convexas en el enternecimiento de las nomeolvides que fluyeron entre la matriz arrobada y la señorita desprevenida ella se tragaba elefantes rellenos de lsd ven mi amor acaricia mi espanto démonos mil besos catatónicos como nosotros dos argonautas encerrados en una habitación de sanatorio dos salmones meticulosos y desenfadados abrazando a un mismo árbol sin raíz elevador de anfetaminas curioséame muchos despertares mantente aquí incrustado con tus vidrios perennes y tus puñales deliciosos sigue quemando todo el aire devorando al alba inexistente royendo mi cuerpo quiero que no pares de tarascarme vamos a plantar limones en las cestas que se van vacías por el río vamos a orinar en el río vamos a deleitarnos en el tiroteo de nuestros corazones mi amor veleta mi amor clonazepam mi amor alfanje no te olvides prefiero callar haciendo tambalear todo prefiero empaparte con mi horror prefiero que vaguemos por las latitudes sensatas de lo no palpado prefiero pasar por tu cuerpo como el humo que aspiras y que no sale de tu interior porque sin titubear has fumado el cigarrillo entero hasta su culo.


Guzmán González




viernes, 1 de enero de 2010

My dear clonazepam



Para Carmen ad infinítum


Soy una orquesta trágica

Un concepto trágico

Soy trágico como los versos que punzan en las sienes

/y no pueden salir

Arquitectura fúnebre

Matemática fatal y sin esperanza alguna

Vicente Huidobro


Él debe sostener entre sus brazos y sus horas al hijo, cuyo nacimiento impredecible fungió de Caja de Pandora y, por intrincadas palpitaciones del monóculo cotidiano, terminó fatigado de mañanas vastamente iguales. Cuando el hijo llora, las flores –tímidas- lanzan una espléndida sonrisa de escarnio, pero la desazón se mantiene intacta, apenas puesta, llena de ese cruento vicio que se enardece al crecer, aún con la plena seguridad de su muerte aproximativa.


Los halos de viento levantaban y agitaban la austeridad como un niño bailando un trompo en cámara lenta, haciendo círculos inmediatos que atravesaban el umbral de la emoción para él, quien por las noches debía abrigar su caparazón con THC en cantidades inconmesurables y darle de comer al tedio, mirar los árboles rebanarse palmo a palmo, tomar un té de avellanas ensalzadas al vapor, repetir el agónico silbido que nadie escucha, en últimas es lo mismo. Todas las hormigas en fila arrastraban su lento desguace por el suelo y él miraba siempre a la última de la fila, la cual parecía girar y girar sin lograr llegar a un punto, un jardín determinado. “La determinación es una sopa de tomates agria”, pensaba él masticando nada. De noche sólo pasaba fuera de la casa el cartero –un hombre de rostro entumecido y pantalones fervientes– mirando fijamente el rostro de los únicos dos habitantes de la casa, ensalivaba sus labios, se tocaba las nalgas pero nunca se atrevía siquiera a tocar la puerta. Un día el cartero se atrevió.


- Ya voy a abrir –él se levantó y puso al hijo sobre una manta en el suelo, éste tosió.


El cartero no consiguió esperar en pie hasta que alguien viniera a abrirle, dejó encima de unas flores secas una pequeña caja recubierta con plumas carmín y se largó casi levitando con mucha velocidad. Cuando por fin él –vicioso– salió a abrir, tras la puerta sólo había aire denso, entrometido. Volvió a la sala, al mismo mueble de siempre, tomó al hijo en sus manos nuevamente, los escalofríos –habitués de la casa– se tornaban más feroces, las cortinas no hacían otra cosa que bramar eufóricas, el techo de la casa giraba en espiral y luego volvía a su aburrida posición original. Él aguzaba sus dientes contraídos al sentir tan tangible el desastre inmediato, después sonreía y vaciaba completamente un jarrón de leche sobre el hijo, quien retozaba como gusano ecuestre sobre unas sábanas de lana empapadas.


Él sintió súbitamente un sismo a modo de esferas llenas de helio detonando, lo primero que conjeturó fue que tal sismo provenía de sus párpados, pero no era así. Si bien él había sentido el estallido en su rostro, no era allí donde se había producido. Tronaba afuera de la casa como si todo estuviera a punto de reventar a estampidos. Como pudo, él salió al patio trasero, encendió un cigarrillo y, a pesar de la inminente lobreguez, se percató de la fuente del retumbo: era una paloma un tanto extraña con algunos bucles de humo alrededor, la cual convulsionaba en el suelo agitando suavemente sus alas como bailando una cueca gélida. Él quedó como petrificado al instante, pisó el cigarrillo a medio fumar y reconoció en ese lento batir de alas una sensación monstruosa, implacable, enseguida recogió en sus manos a la paloma y al estar bajo la luz eléctrica palpó con sus ojos irritados que la paloma estaba completamente pintada de rojo, ese era el color que tenía implantado en todo su pelaje. Una tormenta irrumpió contundentemente.


La paloma pintada de rojo se convirtió en el tercer habitante de esa casa poluta y aparentemente serena, él sonreía como nunca antes lo había hecho (sin fingir), la paloma libaba en su pico los dedos de él, los días eran fríos por la lluvia aún cuando no llovía ni una gota, no había ninguna Nina ni Lady Day ni Aretha que aparecieran como un flash enérgico para hacer dilatar espumosamente el tiempo, no había alientos exactos o lágrimas de obcecación, no había ni una tableta de clonazepam al alcance, ni una, sólo había algunos conceptos innecesarios derramándose por la cornisa, cayendo en picada en un exorbitante charco de desilusión. ¿La monotonía? ¿Qué es eso? ¿Alguien acaso sabe cómo aliviar sin placebos?


Pasaron las estaciones paulatinamente, o quizá nunca pasaron, es difícil conseguir certeza al respecto cuando todas las mañanas son inexorablemente circuncidadas por la melancolía, y eso es tan sólo en las mañanas, porque la noche siempre aguarda cautelosa tras el velo para que cuando llegue su momento todo brille en un eterno estupor. Si los libros nunca se abrieran, ni siquiera por el viento que despedazaría las páginas, entonces los ojos no servirían más que para husmear como búhos (de lejos). La paloma pintada de rojo, en una madrugada repentina, aleteó en señal de despedida hacia él, quien –alterado– bebía los árboles de la desesperación al darse cuenta que el único diamante que había tenido en toda su vida se iba volando ahora con sus dos alas muy rojas, muy únicas, muy irrecuperables.


Desde esta fosa poco luminosa, yo puedo ver a la paloma pintada de rojo arribando tenuemente a Praga, como un adolescente en un crematorio que halla la anhelada salida debajo de su cama pero sólo la mira de soslayo porque prefiere contemplar el techo, el cual se abre de par en par haciendo caer estrepitosamente un gemido.


Guzmán González